La mala madre

Guadalupe Fernández selecciona algunas de sus pinturas de flores y plantas y las muestra: no pertenecen a una misma serie, no remiten a un mismo lugar, comparten un aire que las acerca pero se las percibe muy arraigadas en sus marcas individuales, en sus particularidades. Cada una de ellas dice yo soy lo que soy y también juntas dicen somos familia.  

Guadalupe empareja, democratiza el acceso. Mira la Naturaleza y decide que todo vale. A la hora de elegir qué pintar, homologa plantita espontánea de la calle, arboleda majestuosa y flor rara de evidentes poderes mágicos. Todas tienen chances de llegar y todas llegan. Un eucalipto añoso no vale más que la kalanchoe multiplicada en mil hijos que caen y se plantan solos en cualquier lado. Donde el ojo se embelesa, nace un cuadro.

En la película de la mirada de Guadalupe, el zoom va de lo gigantesco a lo diminuto con total descaro. Frente a un paisaje del Delta estira la tela para poder abarcar las dos orillas del río. Luego se detiene en un fragmento inaprensible, verde y marrón con raíces colgantes. Más allá, el foco descubre un tronco de corteza tan pregnante que hasta opaca a las montañas. Hojas casi naíf, planas, aparecen bastándose a sí mismas -el ritmo hipnótico de su crecimiento desde el tallo- para construir la imagen. Unos pétalos amarillo cadmio. Una luna. 

La composición se esmera en ser poco predecible y voluptuosa, a tono con ese mundo vegetal que es tomado como fuente de inspiración, como tema, como excusa. Los paisajes de Guadalupe son mucho menos complacientes de lo que podría esperarse aplicando las expectativas de lo que promete el género. Son paisajes algo trastornados. Corridos de eje. Suspendidos contra fondos lisos que vuelven aún más oníricas las figuras. Las decisiones pictóricas responden a designios inquietantes. 

De pronto una declaración de amor arrabalera, barrial, se cuela entre estas pinturas que parecían calladas. Es imposible no reconocer las macetas de piedra, el ténder doble, la reja de balcón. Esto que ven, parecen decir, es lo más parecido a la Naturaleza que tenemos, esta es nuestra Naturaleza doméstica, la flora en formato costumbrista. Traemos una oda a la aparente vulgaridad de las especies silvestres, la planta de la moneda, los helechos sin linaje, el lazo de amor. Guadalupe derrama, discretamente, un canto a la mala madre: la que resiste y hace lo suyo sin pedir nada a cambio, habitando una terraza cualquiera, a disposición de quien sepa pausar la vida urbana para rendirse a sus pies.   

Eva Grinstein

Primavera de 2024