Texto para la exhibición en la galería Del Infinito. Por Ana María Batistozzi. 2001
Fue necesario que el hombre se apartara de la naturaleza para que el paisaje naciera como un género de la pintura. Que se alejara de ella como lugar único y habitual para que ésta apareciera como sujeto de reflexión y comenzara a ser depositaria de miedos, fobias o melancolías que, en última instancia, no eran otra cosa que la consecuencia de su proceso de separación.
Distante en el tiempo de aquellos orígenes, en apariencia dislocada de los cursos del presente, Guadalupe Fernández recupera ese antiguo género de la pintura que tanta fortuna tuvo en el siglo XIX y con él esa situación de extrañeza frente a la naturaleza; esa mirada ajena, que vuelca en ella climas de inquietud. La artista recupera también un modo de producción de la pintura “ a plein air” y esa cualidad sensible de la materia y la pincelada que lleva a un punto de exasperación. Son imágenes, construidas minuciosamente, que ejercen una profunda seducción, pero amenazan a la vez. Como una gran vagina dentada que incita a penetrarla al tiempo que infunde temor, sus paisajes están marcados por esa dualidad de lo erótico: cargados de tensión bajo la apariencia de una suave armonía. De allí que guarden cierta familiaridad con las imágenes de los relatos y las fantasías infantiles. Capaces de liberar una intensa carga de sensualidad, marcan un territorio misterioso, desmesurado e inquietante que trasciende las fronteras de la razón.