Clave de la que sueña

Texto para la exhibición en espacio Giesso. Por Claudia Schvartz

Clave de la que sueña

Artista es aquel que puede descender hasta tal profundidad de sí mismo donde encuentra unas visiones que al par son acciones; el arte verdadero disipa la contradicción entre acción y contemplación  dice María Zambrano en La Confesión: género literario.

Lo que contempla Guadalupe Fernández proviene de un ínterin en que  la mirada penetra más allá de la realidad, como si abriera la trama de lo real y la mirada captara con asombro, ampliándose, algo diverso.

Por un momento, todo se vuelve materia de sueños: fugaz, inquietante, reveladora. Intermitente, la otra realidad dura lo que un parpadeo, pero de esa irrupción surge un saber. Y criaturas y situaciones míticas. El sueño se vuelve cuadro que naturalmente cuenta.

Tal vez por eso mismo la importancia del detalle en las telas de Guadalupe: las plantas de la ribera. Las pecas de las baldosas del distrito escolar, los objetos elegidos. El detalle es el modo de acción que al irse haciendo, sueña. El detalle atrae la recurrencia del sueño que lo conduce. Como si sólo supiera la dirección de la mano al entregarse al sueño de pintar y la realidad fuera la tela que va cubriendo lentamente, como en caricias, a medida que el sueño se le confía.

El detalle llama también al suelo pero también lo contiene porque el arte es cauce.

La paciencia con que la artista se aboca al detalle es relativa a la profundidad con que sueña.

Así, en El Camino de la Reserva, el detalle vela justamente la realidad del paisaje que parece inmerso en cierta imprecisable bruma. ¿O es brillo? El todo y el detalle hacen al sueño. Con sus plumeros peinados por el viento, la apaisada ribera se vuelve sueño por obra de unos ojos glaucos que, extáticos, observan a quien mira.

O en la gran tela detenida en un movimiento de la danza, las muchachas y el friso de las plantas silvestres, bailarinas por partida doble, completan un ciclo entre  lo exhausto y lo fértil. El fruto cargado de semillas está a punto de lanzarse al baile: caer y fecundar es su sino. El sueño recorre una casa donde al fondo una artista sueña su lienzo.

Sin dramatismo, austeramente, Guadalupe Fernández convoca una visión sobre la infancia: la escuela pública instala su olor; detrás del vidrio opaco asoma la sombra verde de un  guardapolvos. Incluso el decoro remite a una tristeza política.

Esa vacía amplitud, tan melancólica, plantea una intimidad imposible: las pecas de las baldosas, los vidrios esmerilados, las estufas en lo alto del corredor, todo viene a reunirse en una especie de congoja que anota la artista acerca de un mundo ligeramente absurdo y que sin embargo no puede no amar.

Claudia Schvartz

1998